Un Río de Janeiro radiante, bañado por el sol y mecido por la brisa del mar. La playa está llena de vida—los niños corren por la arena, las familias se divierten, risas resuenan en el viento. Así es como «Aún Estoy Aquí», película brasileña nominada a tres premios Oscar, abre su narrativa: con una ciudad maravillosa que exhala alegría y libertad, un escenario que parece salido de una postal de los años 70. Pero, a medida que la historia avanza, este paisaje luminoso se disuelve en sombras, manchado por el miedo y la incertidumbre impuestos por la dictadura militar que gobernó Brasil durante más de dos décadas.
Entre 1964 y 1985, Brasil vivió un período dictatorial que dejó marcas irremediables en la historia de sus ciudadanos y ciudadanas. En esa época, la censura y la represión se convirtieron en parte de la vida cotidiana de los brasileños. Aunque con un impacto distinto en cada uno, se vieron comprometidas las condiciones políticas, sociales, personales y profesionales. Grandes nombres de la arquitectura sufrieron consecuencias, Niemeyer fue interrogado y apartado de proyectos importantes como el Aeropuerto de Brasilia, Vilanova Artigas fue arrestado y sufrió una jubilación forzada que lo alejó de su función en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de São Paulo. Miles desaparecieron y otros miles fueron torturados por el Estado, números que hasta hoy son imprecisos.
Es, en este contexto, que el largometraje dirigido por Walter Salles desarrolla su narrativa, retratando la lucha real de Eunice Paiva para conseguir justicia y criar a sus cinco hijos después de que su marido, el ingeniero y político Rubens Paiva, fuera llevado por los militares desde su propia casa para ser torturado y asesinado durante la dictadura militar. Una historia intensa que cuenta con los escenarios arquitectónicos y urbanos para transmitir la esencia de esas relaciones y el paso del tiempo.
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La película comienza en la casa de la familia Paiva, a la orilla de la playa de Leblon, en Río de Janeiro. En una mezcla entre arquitectura portuguesa y moderna, la casa derrocha acogimiento y ternura con sus puertas y ventanas de madera con persianas siempre abiertas, retratando un movimiento continuo de amigos y familiares. La familia reunida alrededor de la mesa para el almuerzo después de la playa, las fiestas animadas por música brasileña en la amplia sala de estar, las literas en el dormitorio compartido entre los niños y la austeridad de la biblioteca de los padres, son algunas escenas que componen la narrativa y transforman la casa en un hogar.
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A lo largo del relato, la casa—antes iluminada y acogedora—comienza a cerrarse. El calor de la protección y la tranquilidad es reemplazado por la sombra del miedo y la inseguridad a medida que Eunice comienza a percibir que su familia está siendo vigilada encubierta. Las puertas y ventanas, antes abiertas al mundo, ahora son cerradas, y las pesadas cortinas sumergen los ambientes en la oscuridad, transformando lo que antes era luminoso y vibrante en un espacio sofocante y opresor. La casa, que representaba el refugio, pasa a reflejar la censura y la represión de los tiempos oscuros vividos por el país. La cocina es silenciada, la sala es desocupada, la biblioteca se convierte en un lugar de susurros y especulaciones cuando Rubens Paiva es llevado por los militares y desaparece. Un vacío generado por la desaparición del padre que comienza a ocupar todos los espacios de esa casa que ahora parece enorme y sin vida.
El vaciamiento de la vivienda alcanza su punto culminante cuando la familia decide mudarse a São Paulo. No es solo un cambio de dirección, sino una transición profunda, tanto en el espacio como en la psique. Arquitectónicamente, se trata de dejar atrás ese escenario familiar y acogedor, buscando encontrarse en un nuevo contexto. En términos psicoanalíticos, este cambio simboliza la materialización del duelo y la aceptación de la muerte del padre. En el apartamento en São Paulo, lejos de la playa y del sol carioca, los muebles de la antigua casa son reorganizados, pero algo irremediablemente se pierde. La película, entonces, marca el paso del tiempo en un Brasil en transformación, donde las cicatrices de la historia aún reverberan, y la familia, ahora fragmentada, intenta reconstituirse en un país que hace lo mismo.
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Además de los escenarios físicos, la arquitectura se hace presente en la narrativa también como un sueño, simbolizando la idea de futuro en las escenas de la familia en el terreno de la casa que Rubens estaba proyectando. Un ideal brutalmente interrumpido cuando Eunice arranca las estacas de la construcción, gesto que encapsula la destrucción de los planes y el final de un futuro que había sido imaginado.
El paso del tiempo, en la historia y en la vida real, hizo que la casa en la playa de Leblon se transformara en un restaurante. El barrio, que siempre ha sido predominantemente residencial con permisos para actividades comerciales en regiones específicas, tuvo algunas calles, como la de la casa de los Paiva, orientadas al turismo, tanto que, para la primera fase de la película, el escenario elegido tras una larga investigación, fue un caserón ubicado en otro barrio de Río, pero muy cercano a lo que la familia Paiva describía. De cualquier modo, así como las vidas, las casas y las ciudades cambian con el paso del tiempo. En la película, la escena final ocurre en una nueva casa, con la familia reunida en una nueva mesa. Un patio, ahora ajardinado y lejos de la playa, muestra que el hogar es donde están las personas amadas, ya sea en la presencia física o en un lapso de memoria.