24 octubre, 2025

Las piedras de Cartagena; la arquitectura colonial que clama resiliencia

Las piedras de Cartagena la arquitectura colonial que clama resiliencia

Una a una, llegaron las piedras a Cartagena. Lentamente, paulatinas; sin detenerse ante adversidades compartidas. Río sólido de minerales en flujo; la historia emana de tus aguas metafóricas. Cada roca cuenta una historia; narra un trayecto. Basta con deambular por calles cartageneras para que el pasado hable a gritos.

En esta esquina, una casa color naranja prístino; sus paredes cubiertas de enredaderas. Sus adentros susurran un amor colonial prohibido; la diferencia racial de la época negando los deseos del corazón.

A unos pasos están los muros protectores; grises e inevitables. El negro de sus coyunturas clama resiliencia ante desafíos sinfín. Cuentos por montones; verdades por contar.

Cual gotas haciendo el mar, las piedras de Cartagena crean el alma colectiva. Hacen un poblado de lo que era selva; vida de un pedazo de tierra. Un poema hecho ciudad. Cartagena de Indias; Cartagena de mis amores. ¡Hoy le canto a tus piedras para darte mi cariño!

Hablemos del principio. Descubramos juntos un mundo vacío. Las primeras rocas llegan de la naturaleza misma. Una fuerza divina ahí las ha colocado. Sin moverse tanto; sin dinamismo perpetuo.

La tierra en sus adentros las contiene; las revela de desearlo. Son las que siempre han estado. Las que preceden el dulce nombre de Cartagena. Humildes piedras que aguantan la tierra para sustentar la flora. El Atlas natural comúnmente ignorado. Pues para que se haga lo verde, debió existir lo gris.

Para que nacieran matorrales y palmeras, hubo piedras cartageneras. Taciturnas, más presentes. Ocultas a vista plena. Las primeras sobrepasan la historia con sus crónicas constantes; son previas a nuestro existir. No hay verbo de cambio ni movimiento. Meramente el ser y el estar. No llegan las piedras originarias; siempre han estado en Cartagena.

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Pero el tiempo pasa y pasa sin cesar. Sin pausa alguna o permiso, llega el segundo día de la creación bíblica. Se dividen los mares de los cielos; el viento hace olas diáfanas que pegan en la costa. En sus adentros, el océano se hace fábrica. Desgarra la tierra en su centro y expone sus piedras pacientes.

Vena abierta de un mundo al borde de cambiar. Con cada golpe, la piedra se hace añicos. De un entero compartido surgen miles de granos diminutos. Nacen las arenas en el fondo de los mares. Las fuerzas subacuáticas las han de movilizar.

Cubren costas; se hacen las playas. La tierra adquiere tonos desérticos, interrumpidos por el mar. Con el mover de cada ola, llegan piedras minúsculas. Sigue el camino rocoso que nos guía al ahora.

«¿Y Cartagena?» ya me preguntan, «solo hablas de piedras». Aprendamos algo de ellas. La paciencia con que observan un mundo perpetuamente cambiante. Antes de Cartagena fueron las costas; antes de las costas, fueron las piedras.

Nosotros llegamos hace poco; el cambio radical en la composición originaria. Arribamos con demora, pero aún así lo hacemos. Con nosotros aparecen más piedras. Las amaestramos; creamos un mundo nuevo con su ayuda. Lo que eran solo huevos prehistóricos se hacen herramientas del tiempo humano.

Como el mar liberó las piedras para hacerlas arena, el hombre las libera de la monotonía de lo estático; les da un nuevo propósito. La piedra deja su nombre original para hacerse en arma o en ladrillo. Adquiere apodos que ocultan su naturaleza.

Siguen siendo piedras; mantienen ese hilo temporal con las primeras piedras que vinieron. Ahora inicia el vaivén. Así como vienen, pronto se irán.

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Llegamos, pues, a Cartagena el poblado. Aunque el nombre aún era incierto. Perdidos en las fauces de la historia y el afán por otros tiempos, llegan los pueblos originarios a las costas. Se habla de los Calamarí; los Macanoés.

En algún punto, aparece el hombre donde todo era virgen. Con ellos, las casas y los primeros oficios. Templos surgen de sus manos de madera y hojas. Mueven piedras poco después. Hacen artilugios con la fuerza gris primordial.

Dejan vestigios de su paso por la tierra. Ahora los guardamos en museos; los estudiamos con atención. Permanecen como el testimonio mismo de un paso inexorable. Las piedras se mantienen en Cartagena como el verdeazulado de sus mares y el calor de su aire.

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El tiempo se hace sensato; se aproxima el choque cultural. El mundo viejo se entera del nuevo. Surge una ambición desmedida por oro y especias; la impulsan los deseos de una corona en busca de supervivencia. He aquí el siglo XVI.

He aquí a Pedro de Heredia. Español parrandero y peleonero; brutalidad hecha hombre. El conquistador vanagloriado ha llegado con las piedras del cambio. Lo que antes era un poblado escaso, se ve condenado a ser transformado. Mil quinientos treinta y tres; la transición fatídica a favor de la roca. La frontera del mar con tierra adquiere nombre.

El hombre dice a gritos «¡Cartagena!» Heredia se hace gobernador; las piedras comienzan a llegar. Palacios de gobierno; juntas de impuestos. Engaños y violencia por doquier.

El poblado florece para ser ciudad; a la tierra sin fe le prometen una catedral. ¿Y Don Pedro? ¿Qué fue de él? Su estatua se levanta en la Cartagena moderna en una base de piedra. Padre complicado y desgraciado. Dador del cambio junto a tantas otras desdichas.

Cartagena ya no es una idea; se ha vuelto realidad. Una a una, las piedras siguen su andar. La arquitectura colonial germina como en campo fértil. Con ella, los balcones expanden el dominio terrícola a las alturas. Calles y plazuelas; negocios y oficinas.

Las selvas se han vuelto avenidas para carrozas; las aguas del mar dan su espacio a los puertos. Cartagena se abre al mundo mismo. Se susurra su dulce nombre como sinónimo de las Américas. Entrada al virreinato; puerta a riquezas prometidas. Lo que era solo playa es ahora el atractivo del mundo.

Las piedras le dan todo; las piedras la han formado. Observan en su ensimismamiento la naturaleza del hombre; sus amores incesantes. La selva ya no habla; quedan solo las rocas de aceras y paredes. Siempre observando; siempre cambiantes. El hombre las hace testigo de su historia. Las piedras hacen a Cartagena; Cartagena nace de las rocas.

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La fama se desmorona; gritan «¡piratas!» en la costa. Tantos enemigos se hacen contra la pobre Cartagena; sus riquezas son la envidia del mundo. La atacan; la saquean. Se destroza con la ambición ajena.

El pueblo cartagenero pide defensas; sacrifica la calidez de sus costas por la seguridad contra toda amenaza. Como han hecho por milenios, las rocas llegan al rescate. En lugar de pórticos de bienvenida o ventanas para la curiosidad hogareña, se hacen muralla de gran altura. Montan defensas para la ciudad entera.

Cartagena se recluye. El pueblo más amable del sur ha de ocultar su sonrisa si desea preservarla. Una a una, las piedras crean la muralla. Una a una, ocultan el contorno colorido de sus fachadas.

Cientos de años pasa encerrada; subyugada ante corona ajena. Tan cerca del mar, limitada por un muro de protección. Dentro se genera el resentimiento; los deseos de independencia buscan crecer.

En unos años ya no será parte de un imperio, se hace un puerto libre y soberano. Mil ochocientos once; año que retumba en el subconsciente cartagenero. Las piedras dejan de ser de otros, se hacen propia. La arquitectura colonial pasa a ser la de la costa. Los colores vibrantes son sinónimo de Colombia, no de la España inicial.

Grito de soberanía que retumba en el continente entero. Llamado a la libertad de toda persona. Darles nuevo significado a las piedras: ya no son herramientas; ahora nos cuentan la historia del cambiar.

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Vendrían grandes retos que Cartagena habría derrotar. El asedio español que tantos llegaría a matar. Lo rompe Bolívar; el inicio de un nuevo andar. Explota la arquitectura republicana; se siente un nuevo porvenir.

Los edificios siguen su camino; sus piedras observan el mundo que les viene. Tan calmadas como de antaño; constantes y taciturnas. Cartagena da la mano a sus ciudades hermanas; las rocas forman parte de una nación. Colombia se adentra a las aguas del mundo libre. Sus piedras dejan los gritos, comienzan a cantar.

Empieza un esfuerzo perpetuo; preservar eso que ha sido para aquellos que serán. Las piedras adquieren su forma final. Bastiones de recuerdos; cofres repletos de historia. Junto a su gente, cuentan la historia aquí formada.

Hablan de las piedras prehistóricas que precedieron la palabra Cartagena; recuerdan el impacto perpetuo de olas y las arenas que traen. Pueblos indígenas; colonia e independencia. Basta con preguntarle a una piedra para que la vida nos aparezca por delante. Humildes, atentas, las piedras nos hablan.

Sales a la calle y te dan la bienvenida. Imposible ocultar la sonrisa cuando las calles te saludan, las paredes te dan cariños y las aceras sus respetos. «Forastero, ¡acompáñanos!» dicen con cada uno de nuestros pasos, «¡tenemos tanto que contar!».

Queda solo la muralla. Tan altiva y protectora, se mantiene como la mayor paradoja de la naturaleza rocosa. Antes encerraba los cuentos pueblerinos a la audiencia mundial. Ahora, sus puertas se abren perpetuamente.

La muralla deja de proteger y se une al canto de la historia. Voz grave que completa la sinfonía cartagenera. Cuenta lo que pasó fuera de la ciudad. Completa la épica de un pueblo y la harmonía de una ciudad.

Cartagena por fin se ha completado. La historia no acaba, pero se logra contar. Solo nos queda escucharla. Sentir las rocas que, una a una, a Cartagena han venido a parar.

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