La Casa de la Puerta Amarilla nace del cruce entre materia y afecto, de una búsqueda compartida por la experimentación y la belleza honesta. Se construye desde lo sensorial, con la intuición como guía y el vínculo como cimiento.


El proyecto se implanta como un gesto sereno sobre el paisaje, donde el exterior actúa como caparazón que protege la vida interior. Desde fuera, el volumen compacto se percibe hermético, pero es al cruzar el umbral —una puerta amarilla que marca el inicio del recorrido— cuando la casa revela su verdadera naturaleza: abierta, permeable y viva.


La arquitectura se expresa con materiales nobles y en su estado más puro. El hormigón se despliega como una piel continua, envolviendo pisos, muros y cielorrasos, estableciendo una atmósfera sobria y contundente. El ladrillo, en cambio, introduce textura, calidez y movimiento. Utilizado en múltiples configuraciones —macizo, celosía, bóveda— genera tramas que filtran la luz, crean privacidad y marcan una temporalidad visual que cambia a lo largo del día.

El programa responde a una lógica doméstica simple pero generosa: garage para dos autos, estar, comedor y cocina integrados, galería con asador, despensa, escritorio, un dormitorio secundario con baño completo, y un dormitorio en suite que se abre hacia el jardín y la piscina. Todos estos espacios se organizan en torno a un patio interior, pulmón verde que oxigena y articula la vida de la casa.


La vegetación tiene un rol activo: no adorna, sino que habita. Se cuela por muros, enmarca visuales y se integra a cada ambiente, difuminando los límites entre adentro y afuera. El verde es estructura, presencia y compañía.

La Casa de la Puerta Amarilla no es solo un objeto arquitectónico, sino una experiencia sensorial y emocional. Es una forma de pensar y hacer arquitectura desde lo esencial, lo experimental y lo humano. Una casa que no se impone, sino que se deja descubrir.
